Fiesta del Fin

Anónimo

Publicado el 12 de abril del 2020

 

Durante el Fin, orgías gigantescas se diseminaran como virus desde la periferia al centro de la ciudad. Quizá ya estén en la puerta de tu casa, o al interior de tu habitación. Tal vez ya no hayan muros dentro de los que puedas aislarte, pues, durante el fin, la Fiesta y la Fiebre son los únicos pilares que sostendrán el mundo, hasta que la orgía lo derrumbe todo. En fin, juzguen ustedes, si es que no han recién muerto, en este juicio no final, sino del perpetuo Fin. Compartimos el siguiente relato de ¿ficción? que nos hace llegar un/a anónimx desde cualquier valle sudaca. Esperemos lo disfruten.


Orgías gigantescas se formaron en los barrios periféricos. Más tarde —no mucho realmente— llegaron a los barrios del centro y a los barrios altos. Mientras los muertos se apiñaban en cajas de cartón a lo largo de los andenes (al principio), y luego en bolsas de plástico (ahora… y por el resto de los días), los vivos se revolcaban en una masa indiferenciada de cuerpos que solo buscaba sacarle la última gota de placer a una vida de mierda que terminaba aquí y ahora, con una fiebre que en los últimos años ya solo necesitaba un par de días para matarte. Era el fin del Fin. La orgía podía comenzar.

Ayer dijimos eso, pero hasta ahora no hemos hecho sino enterrar muertos. Empacar, más bien. Ya nadie entierra a nadie. No porque no haya tiempo —tiempo hay, y mucho, casi todo, desde que no hay nada para hacer—, sino porque la mayoría de los que quedamos preferimos perder el último tiempo que nos queda robándole fiesta a la vida. Pero uno siente a veces el llamado de los muertos, es decir, de nuestros vivos que acaban de morir, y entonces uno acude y ayuda a empacar a quien antes uno quería. Y así llevamos ya más de tres años. Casi cuatro. En cinco días, creo.

Inauguramos diciembre quemando las polvorerías. Para qué guardar pólvora, para cuándo, decía todo el mundo. Más o menos a la media noche del treinta de noviembre, los barrios del sur dejaron correr por los cielos del valle el trueno gigantesco de las casas polvoreras explotando una detrás de otra, saturando el aire hasta la punta norte con el olor a pólvora quemada de la Madre de todas las Alboradas. Era la última. Debía ser la más grande. La única. Hasta donde sabemos nadie murió. Y nadie durmió esa noche en el valle. Todas las calles eran fiestas. Y muerte. Al mismo tiempo fiesta y muerte. Tanta fiesta como muerte. Y tanta muerte como fiesta. Dos o tres días dicen que demoraron los incendios en ceder a los pocos bomberos que quedan. La fiesta duró quizá un día más. Las muertes siguieron, como siempre. Pero ya no contamos muertos, solo contamos las bolsas que nos quedan.

Hace días que no bajo a las fiestas. Recoger cajas de bolsas es lo único que está dando algo para vivir ahora, aunque se trate de las sobras que quedaron de las últimas reservas municipales. Comida-en-mano es la única moneda que nos queda y vale tanto como para que uno se arriesgue a hacer lo último que todavía queda por hacer: recoger cajas de bolsas, desempacar bolsas, empacar muertos en las bolsas, apiñar las bolsas. La vida de todos los pueblos se descarnó hasta los huesos, hasta quedar reducida a esto, a entregar sobras de comida a cambio del apiñamiento de cadáveres. Pero a nadie le hace falta nada ya, ya nadie espera nada del Estado ni de nadie ni de nada. Ya nadie culpa a nadie de nada. Nadie quiere perder los últimos días en cazar algún político sobreviviente. Ahora tenemos en mente solo dos cosas: la Fiebre y la Fiesta. Y en el medio, las sobras de comida.

Desde que empezaron las fiestas ya nadie pregunta a nadie qué hacía o qué era antes de la Fiebre, ya no importa. Y ya todos estamos cansados de contar la misma historia, la misma historia cada vez, siempre la historia personal, una y otra vez, repetida de principio a fin, hasta la nausea, a todo el que uno encuentra, en todos los centros médicos y de atención, a todos los agentes del estado y ante todos los comisarios de salud, al vecino, al prójimo. Siempre lo mismo, siempre yo era tal cosa y hacía tales otras y tenía esto y no tenía lo otro y me gustaba esto y sufría de lo otro, y yo aquello y yo tal otra cosa, siempre el mismo cuento, de principio a fin. Hasta que uno llega siempre al fin, a la última escena del cuento, a la última frase del relato, la misma frase al final de todas las historias, siempre el mismo fin, y entonces llegó la Fiebre y ya no pude seguir haciendo lo que estaba haciendo. Siempre lo mismo, por infinitamente variable que fueran las historias. Ya nos daba igual qué habíamos sido, porque todo terminaba aquí. Todo era igual ante la muerte. Ante esta muerte. Por eso reventamos todos en la Fiesta. No volver a preguntar qué éramos y reventar con la Fiesta fueron una y la misma cosa. La Fiebre campeaba, pero los vivos, con el coraje que solo tienen los que ya no esperan nada, empacaban a los recién muertos, aquellos con quienes hasta hace un par de días se revolcaban en la orgía. Se pasaba tan rápido del síntoma a la muerte que a lo último ya nadie decía se murió sino recienmurió, porque ni siquiera se sospechaba que el ayer vivo y ahora recién muerto estaba enfermo. Acababa de enfermar, y ya estaba muerto. Para acortar el dolor de toda la historia (“enfermó hace varios días, se puso peor, y murió”), ya solo nombrábamos de manera indirecta la Fiebre en la aparición repentina de la muerte, dábamos por sentada la enfermedad y pasábamos directamente a la conclusión: fulanito recienmurió. Los que caían por la Fiebre (que poco a poco fueron siendo los más) ya casi no pasaban por la enfermedad: la primera fiebre los mandaba directo a la muerte. Por eso acabamos diciendo de todo muerto por la Fiebre que recienmurió. Es algo tonto que de todos modos no se dirá por mucho tiempo, de eso estoy seguro: tanta gente no queda.

No he bajado a la Fiesta porque no he podido calmar el hambre, y algo hay que tener en el estómago para aguantar por lo menos dos días de Fiesta. Al principio la Fiesta era en cualquier parte. Estallaba una en media calle, y todo el que quisiera se pegaba. Las calles ardían varios días: cuerpos de todo tipo, desde muy jóvenes hasta decrépitos, se enredaban y se desenredaban, se anudaban y daban vueltas unos entre otros, como serpientes aceitadas, como decenas de serpientes aceitadas, decenas de espaldas y de piernas y de brazos, cabezas y nalgas y sexos, todo mezclado, todo en toda parte, todo de un lado para otro, por encima y por debajo, del revés y al derecho, adentro y afuera, todo al aire libre, al aire puro de la tarde sin electricidad, al aire frío de la noche calentada con fogatas, sin trago y sin música porque de eso ya no queda nada en el mundo, solo la carne, la carne viva jadeando, una sola carne fragmentada, todo junto, un gran todo moviente y delirante, palpitando sobre sí mismo, hinchado, removiéndose en oleajes unas veces ordenados, otras rudos y caóticos. Un gran todo de cuerpos sudorosos, infectados o sanos qué importaba, daba igual, vivos aún, vivos. Deliraban, daban gritos, chorreaban, caían desmayados, lloraban, gemían, alguien moría, alguien era asesinado. Junto a cuerpos que ardían porque era el fin del mundo y nada importaba ya, otros cuerpos eran también, a veces, destruidos. Las calles se volvieron mal lugar para la Fiesta. Entonces volvimos a los sótanos. En los sótanos por lo menos podemos quitar cuchillos a la entrada, al fin y al cabo uno va con la intención de todavía poder ir aún a otra fiesta, no a morir en esta en manos de un imbécil. Queremos vivir en la Fiesta, y que la Fiebre nos lleve. No queremos ya ningún fin cualquiera o cualquier otro fin: puesto que todo terminó subyugado por la Fiebre, queremos entregarle nuestra vida a la Fiesta, para que la Fiebre algún día por fin nos acoja entre sus brazos. Fiesta y Fiebre es lo único que esperamos ya. Incluso parados al borde de la tumba de la humanidad, los últimos nos negamos a morir de cualquier modo. Queremos morir por lo alto: en la Fiesta, pero a manos del único poder que reina sobre el mundo, la Fiebre. Hay gente que lo dice como si fuera su religión, “Creo en la Fiesta y espero la Fiebre” dicen, y corren estallados a encerrarse en el sótano, en la bodega, en la casa tapiada, en cualquier guarida donde la Fiesta esté sudando y jadeando. Tal vez sea la última religión. En cualquier caso, la Fiesta es lo único que nos queda para el Fin.

La Fiesta es sencilla de hacer, sólo se necesita gente, cuerpos. Carne viva. Ahora lo vemos. Antes las fiestas eran complicadas, pero en realidad es todo muy sencillo; ahora no hay cómo escuchar música, ni hay trago y ya casi nadie sabe hacer droga. Nada de eso es necesario cuando están las ganas de la Fiesta. Y lo único que nos queda son las ganas de la Fiesta. Ganas de follar, en realidad. Follar hasta no poder más, hasta no querer más—por un rato. Todo el mundo quiere follar una última vez (en realidad todas las veces que se pueda) antes de la muerte. Es así de sencillo. La mayoría habla con ganas de la Fiesta, siempre que se les pregunta. La Fiesta es su propia música y su propio trago y su propia droga: todo ese revoltijo de carnes sudorosas y entre aterradas y felices, es la música de la Fiesta, el trago de la Fiesta, la droga de la Fiesta. La Fiesta se come a sí misma. La Fiesta no es como las fiestas. Así de simple. Tan simple como el mundo. Para nosotros, los que estamos encerrados aquí en este valle (vaya uno a saber qué hay más allá), el mundo es la Fiesta, es la Fiebre y es la Muerte. Y entre una estación y otra, restos de comida.

Las tres o cuatro fiebres que he tenido desde que empezó todo esto se me han pasado sin que yo sepa cómo ni porqué. He logrado pasar desapercibido. Pero realmente no es ningún logro: ahora todo el mundo se ve enfermo. Y ya nadie controla nada. Casi la única diferencia que nos queda es estar fuera o dentro de una bolsa. En realidad, ni siquiera la fiebre es importante: yo mismo no sabría decir si tengo o no, si he tenido últimamente. A lo último solo nos queda el hambre. Y las ganas de Fiesta. Más ganas de Fiesta mientras más hambre tenemos.

Sigo esperando los restos de comida. Los recién muertos se van acumulando en los andenes otra vez, a la espera de que los embolsen. Ya no sé para quién escribo esto. No importa. Da lo mismo. No queda casi nadie. Da lo mismo que escriba o que no escriba. Y ya no tengo ganas de escribir. No quiero escribir más. Nunca más. Estas son las últimas líneas que escribiré. Ya solo pienso en la Fiesta, para no pensar en la Fiebre. Solo quiero la Fiesta. No quiero nada más. Espero la próxima comida para poder enterrarme en una Fiesta. La Fiesta es todo. Es lo único. Porque lo otro, lo que le rodea y que la encierra, es el círculo cerrado de la Fiebre. No hay nada más. Creo en la fiesta y espero la fiebre. Este es el fin.

anónimo
en cualquier valle sudaca
durante el fin