Fiestas que se propagan

María

Publicado el 03 de Mayo del 2020

 

…La vida de las malas pasiones,
el aleteo erótico de las alas de una mariposa…

La fiebre, provocadora de orgías, devenidas en cuerpos aceitosos enlazados como culebras en el caos y la potencia del sexo en esos días en que rezábamos “creo en la fiesta y espero la fiebre”, era una llama que quemaba las palabras de los recuerdos de otra existencia, aquella cuando la vida se habitaba sin intensidad, sin cuerpo, sin la amenaza inmanente de la parca pesadez antivital.

En la fiesta del fin, como réquiem a la muerte y oda a los rezagos de la vida que nos quedaba, nos hundíamos con íntima locura e insondable deseo en el roce de los cuerpos que encendía la necesidad ardiente de juntar las bocas con los sexos, los dedos inquietos, suaves, bruscos, morbosos y a/rítmicos con el palpitar de las vaginas, los penes con los anos, las tetas con las espaldas, el llanto con las carcajadas, las pieles con los pelos, los deseos con las ganas, lo divino con lo humano, lo humano con lo animal.

La tibieza, la calidez y la profundidad de la vida aparecían solo en los cuerpos empapados por el chorrear de los fluidos en los que se degustaban sabores delirantes. Gastábamos los labios en adoración sediciosa a los bajos instintos, a los puntos de efervescencia donde la razón no tenía tronos y las pasiones liberadas conquistaban cada rincón de nuestro ser; se apropiaban de cierta seducción vulgar, grotesca y deliciosa que entre chillidos estallaban la voz, aniquilaban la cordura y se burlan del desasosiego.

Orígenes del mundo.

Los ríos suaves, destilados por los sudores, implosionaban la muerte que atiborraba las calles.
Las calles, los sótanos, las cloacas, las casas, las miradas fueron devueltas al arte de los encuentros donde todo es posible ante la estrechez del fallecimiento.

El misterio del silencio, compartido con los aullidos escandalosos del deseo, era cómplice del brillo destellante de los ojos abrazados al desconcierto desnudo que descubríamos en las formas deformadas de los cuerpos, de ojos atestiguando el cielo y el infierno naciente en otros ojos que, fungían como reflejos de todas las sensaciones no pronunciables.

Estos cuerpos míos, tuyos, nuestros, de nadie, de todos, lubricados por los ríos creados de acuosos fluidos, olores gozosos y bocas jadeantes que le gritaban a la misma muerte ¡aquí huele a vida!, estaban embebidos en el delirio de las malas pasiones con cada mirar, excitados por cada existencia múltiple y fractal que se repetía en cada piel.

Esos cuerpos embriagados por mil maneras de follar, follar y más follar, eclosionaron y danzaron desnudos celebrando la mística anárquica de la creación in/finita de un entre tu/y/yo/nosotros -sin espacios- de torrentes vivaces, – que arrolló a la muerte –esperada- por ser morada de la vida misma.

Los cuerpos en el espectáculo de la consumación resistían a Thánatos invocando a Eros al ser bañados por la gloria de todo poder creador que desterraba la materia de su forma necrótica, transformándola en la electricidad de los deseos mundanos, animales, eróticos que renacían para encontrarse y cupular, chingar y joder, una vez más como nunca, como siempre en los tiempos de la fiebre.

Llegábamos a la fiesta sin ser invitados, sin ser esperados, en medio de la muerte y la desesperanza. Llegábamos irrumpiendo la vida con formas acontecidas que rompían con lo dado, con las reglas para conquistar, para desear, para querer, para ser, para vivir y reconocer los latidos libidinosos que hacían el cuerpo/vida.

Éramos transformados en animales que oliscábamos sin pudor. Éramos animales y espacio y tiempo para coger de un modo que no se explicaba, de una manera aún no aprendida, inmaterial, vulgar y divina expiada en cada mirada, acontecida en la negatividad insolente del tiempo de la fiebre que producía fiebre, sólo fiebre, ya no pánico, ya no miedo, ya no culpa, ya no dolor… en la fiesta del fin.