Renunciamos a la creencia de antaño que nos ordena al Amor como único rostro y autoridad moral para indicar cuándo se está bien relacionada, cuándo un sentimiento es lo suficientemente grande y puro como para justificar todos los actos que se desprendan de él. Intentamos abolir esa necesidad absurda de buscar siempre un/une/una acompañante, incluso dentro de los “márgenes abiertos” del amor libre.
No queremos novies ni compañeres que se definen mediante el encuentro sexual (restringido al aspecto genital), ni tampoco llamamos a la camaradería que se limita a la reproducción de roles, asumidos desde una distancia corporal prudencial, que no interfieran en la consecución del proyecto político. Queremos ser amigues/amantes, cuerpas que se miran, se sienten, se comunican y se entregan al constante devenir de sus pasiones. Queremos sentirnos bien solxs y entender en ello una postura subversiva. Aceptar la compañía que llega, permanece o se marcha en completa libertad. Convocamos entonces “la distancia infinita, esa separación fundamental” que se acompaña de la anulación de la dependencia relacional, aquella indeterminación que solo en la amistad puede existir, como se percibe con Blanchot, para degollar los paternalismos que nos entienden cómo cuerpas impotentes, necesitadas siempre de un cuidado externo, de una protección y un manto que nos cubra de las corrientes de la vida.