Pedro García Olivo
Publicado el 09 de septiembre del 2020
¡Ojos tapiados por las legañas de un sueño demasiado largo,
el mundo ha cambiado entretanto!
«No siempre la malicia proviene del corazón;
existió la malicia de la inteligencia
y nos queda la malicia de la imaginación.»
existió la malicia de la inteligencia
y nos queda la malicia de la imaginación.»
Charles Baudelaire
No, no estoy de acuerdo. No puedo estar de acuerdo. Os aniquilaría, si encontrara la manera. ¿Dónde habéis aprendido a pensar, hatajo de imbéciles (hatajo: «pequeño número de cabezas de ganado»)? ¿Quién habla por vuestras bocas? ¿Cuándo despegasteis los párpados por última vez? Ya está bien de repetir, como loros cautivos, el discurso de vuestro Señor. Si no tenéis nada propio que decir, más vale que os calléis o alquiléis los labios. Retornad al silencio de las tumbas, vosotros que anheláis la Paz del cementerio. Dejad de castigarnos con vuestra cháchara ancestral. ¿Dónde reside la depravación del Criminal, dónde la indignidad del Borracho? No venidme una vez más, como si trajerais algo nuevo, con el esquematismo de los críticos del poder sobre la lengua. Escupid toda esa charlatanería de teóricos progresistas, si queréis que os conceda un minuto de mi tiempo:
«En la medida en que la delincuencia neutraliza la posibilidad de la lucha política consciente, aparece como forma de ilegalismo útil (no peligroso), integrado en el mecanismo reproductor de la sociedad burguesa; y, en tanto factor de desmovilización y autodestrucción, la embriaguez permanente del alcohólico (socialmente inducida, políticamente recuperada) contribuye al sostenimiento de los órdenes coactivos vigentes, en beneficio de las fracciones de clase dominantes.»
¿Cómo podéis creer todavía en el balar de los corderos, vosotros los comprometidos, los sobrios, los razonables, vosotros los lúcidos, refugio de la esperanza de la humanidad? ¿Cómo podéis alimentar semejante horror neopuritano cuando quejumbrosamente confesáis no saber qué hacer con vuestras legítimas energías contestatarias y tantas veces os habéis sorprendido a punto de ingresar en la maquinaria política establecida -una tarima, un cargo, un sindicato, un partido-? ¿Para qué joven Inquisición trabajáis? ¿A quién puede seducir la perspectiva de una erradicación del crimen, el ensueño de un mundo sin delitos, atestado -hasta las escuelas y gracias a las escuelas- de sindicalistas y representantes, políticos y afiliados, manifestantes que llenan de color las mañanas de los sábados, huelguistas empobrecidos a fuerza de reivindicar lo que sus explotadores ardientemente desean conceder, críticos radicales que descubren estrategias de dominación por todas partes e incluso por debajo de su pluma incesante y bien retribuida, pensadores crepusculares de la fatalidad y el posmodernismo?
¿No sois capaces de intuir, siquiera, que la «guerra» del Criminal y del Borracho nada tiene que ver con el espectáculo amañado de vuestra lucha política? ¿Os falta valor, pues de valor se trata? ¿Estáis demasiado acabados, sellados y lacrados como una carta muerta, para presentir el Fin de la política revolucionaria o, en otros términos, la Impostura de la revolución política? ¿No notáis aún la erosión indefectible de los viejos proyectos, la absorción de todo el campo de la política posible -e incluso pensable- por la Empresa Legitimadora? ¿No percibís, desde ese desierto, la grandeza de la «otra» guerra, la guerra de fondo contra la Virtud y su Razón, contra la Moral y su Política? ¿No sentís ante la arrogancia del criminal, ante la inercia del embriagado, algo parecido a una amenaza, un desafío profundo, casi un reto salvaje y demoledor?
Hubo un tiempo en que fue cierto que la delincuencia y la embriaguez servían a la opresión mediante el ahuyentamiento de la lucha política. Hoy es todavía más cierto que la lucha política sirve a la opresión mediante el ahuyentamiento de la guerra inmoral (contra la Razón Virtuosa). Perturba más un Criminal que un Sindicalista. Molesta menos un Votante que un Borracho. Sobre todo si uno y otro saben situar el Delito y la Embriaguez en el lugar que les corresponde como «formas de conocimiento y armas de la transformación social».
Las cosas dignas de ser escritas, al ser escritas pierden su dignidad. El lenguaje tropieza una vez más con la pared del sentido y no encuentra la manera de expresar lo inefable de la Emoción. Intentar justificar racionalmente la praxis del embriagado o del delincuente no puede llevar más que a la crisis del discurso -detención, vértigo, flaqueza de las piernas, presentimiento de la caída, retroceso y silencio-. Es precisamente la irracionalidad del Crimen lo que confiere a la fechoría del delincuente su inaprehensible dignidad, negación de nuestra racionalidad destructiva y de su fetichismo del Bien. Del mismo modo, en la inercia del alcohólico radica la peligrosidad de la embriaguez: evasión del comportamiento mecánico y de la complicidad maquinal de lo cotidiano (esfuerzos útiles, construcciones lógicas, movimientos necesarios). ¿Y cómo confiar a la Razón Útil, Lógica y Necesaria, el análisis de lo que se le subleva en tanto forma provisional de lo gratuito, aleatorio, accidental? ¿Cómo conceder a la racionalidad moderna el derecho a juzgar cuanto se ampara en la equivocidad del Mal, si ha organizado la ejecución reglamentaria de lo peligroso en torno a la soberanía de su antinomia formal, el Bien?
Retornemos al conocimiento corporal, ámbito de la sensibilidad común y de las impresiones generalizadas, ya que el naufragio de la Razón amenaza con sumir en la oscuridad o anegar en el silencio la apología de la Embriaguez y del Delito. ¿Quién no ha experimentado en cierta ocasión la clarividencia de la embriaguez, con todo lo que suscita: fuga atropellada de los prejuicios, hundimiento de las inhibiciones, eclipse de las mentiras sobre uno mismo y de la inseguridad ante el otro? ¿Quién no se ha asomado al espejo de un crimen secreto y ha descubierto horrorizado un rostro por el que jamás se reconocería en los ojos de los demás, un rostro que íntimamente supo, en aquel momento, suyo y, como suyo, esconde no menos de sí mismo que de la mirada ajena? ¿Quién no ha percibido detrás del más terrible de los asesinatos no sólo el aire implacable de la fatalidad social, no sólo el efecto inevitable de la podredumbre histórica, sino también algo semejante a un signo monstruoso, índice mayúsculo de las fuerzas subterráneas que habrán de liberarnos, por los caminos del horror, de aquella misma fatalidad, de aquella misma podredumbre? ¿Quién no ha sospechado durante un segundo que la más tenebrosa crónica de sucesos anuncia, a su manera, la inminencia de una catarsis diabólica pero salutífera, el triunfo de lo demoníaco-histórico sobre la insoportable crueldad del Bien? ¿Quién no ha sucumbido ante la sinceridad absoluta de sus minutos de enajenación? ¿Quién no ha retrocedido ante la transparencia definitiva, brutal, del borracho postrado, siempre más allá de toda falsificación, de todo hogar y de toda cobardía? ¿Y qué decir del pensador ebrio y de su gesto, qué decir de la voluntad de meditar enajenado para meditar mejor (o, simplemente, meditar de una vez), qué oponer a la decisión de embriagarse en soledad para afrontar verticalmente los verdaderos deseos y los verdaderos obstáculos?
El Mal nos curará. Nos curará aunque «sólo la gente inteligente sea capaz de comprender el Crimen, y conserve por tanto el poder de perpetrarlo» (Genet). Y la Embriaguez nos mantendrá vigorosos, a salvo de la enfermedad del misticismo. Injusta metáfora la de Marx: «la religión es el opio del Pueblo». Injusta con el opio. En realidad, al Pueblo se le prohibió siempre el opio para evitar que abominara de la Religión bajo todas sus formas. ¡Ojos tapiados por las legañas de un sueño demasiado largo, el mundo ha cambiado entretanto! Y ya sólo podemos recuperar la Salud por las rutas del Pecado.